En el siglo Teresa de Cepeda y Ahumada, reformadora del Carmelo, Madre de las Carmelitas Descalzas y de los Carmelitas Descalzos; «mater spiritualium» (título debajo de su estatua en la basílica vaticana); patrona de los escritores católicos (1965) y Doctora de la Iglesia (1970): la primera mujer, que junto a Santa Catalina de Sena obtiene este título; nacida en Ávila (Castilla la Vieja, España) el 28 de marzo de 1515;
muere en Alba de Tormes (Salamanca) el 4 de octubre de 1582 (el día siguiente, por la reforma gregoriana del calendario fue el 15 de octubre); beatificada en 1614, canonizada en 1622; su fiesta el 15 de octubre.
Su vida debe ser interpretada según el designio que el Señor tenía sobre ella, con los grandes deseos arraigados en su corazón, con las misteriosas dolencias de las cuales fue víctima desde joven (y la enfermiza salud que la acompañó durante toda la vida), con las «resistencias» a la gracia de la cual ella se acusa más de lo debido. Entró en el Carmelo de la Encarnación de Avila el 2 de noviembre de 1535, huyendo de casa. Un poco por las condiciones objetivas del lugar, un poco por las dificultades de orden espiritual, luchó antes de llegar a la que ella llama su «conversión», a los 39 años. Pero el encuentro con algunos directores espirituales la lanzó a grandes pasos hacia la perfección.
En 1560 tuvo la primera idea de un nuevo Carmelo, donde pudiera vivir mejor su regla. Idea realizada dos años después en el monasterio de S. José, sin rentas y «según la regla primitiva»: expresión que debe ser bien comprendida, porque en aquella época y también después fue más nostálgica y «heroica» que real. Cinco años más tarde Teresa obtuvo del General de la Orden, Juan Bautista Rossi – de visita en España – la orden de multiplicar sus monasterios y permiso para fundar dos conventos de «Carmelitas contemplativos» (después llamados Descalzos), que fuesen como padres espirituales de las monjas y de este modo pudieran ayudarlas. A la muerte de la Santa los monasterios femeninos de la reforma eran 17. Pero también los masculinos superaron muy pronto el número inicial: algunos con el permiso del General Rossi, otros – especialmente en Andalucía – contra su voluntad, pero con la de los visitadores apostólicos, el Dominico Vargas y el joven Carmelita Descalzo Jerónimo Gracián (éste fue además la llama espiritual de Teresa, al cual se ligó con el voto de hacer cualquier cosa que le fuese pedida, no contraria a la voluntad de Dios). Se seguirían incidentes desagradables agravados por interferencias de autoridades seculares y otras ajenas, hasta la erección de los Descalzos en Provincia separada en 1581. Teresa pudo escribir: «Ahora Descalzos y Calzados estamos todos en paz y nada nos impide servir al Señor».
Teresa está entre las figuras de la mística católica de todos los tiempos. Sus obras – especialmente las cuatro más conocidas (Vida, Camino de Perfección, Moradas y Fundaciones) – junto a las noticias de orden histórico, contienen una doctrina que abraza toda la vida del alma, desde los primeros pasos hasta la intimidad con Dios en el centro del Castillo Interior. Su cartas, además, nos la muestran absorbida por los problemas más variados de cada día y de cada circunstancia. Su doctrina sobre la unión del alma con Dios (doctrina vivida por ella íntimamente) está en la línea de la del Carmelo que la ha precedido y que ella ha contribuido de manera notable a enriquecer, y que ha transmitido no sólo a los hermanos, hijos e hijas espirituales, sino a toda la Iglesia, a la que sirvió sin escatimar esfuerzos. Al morir su alegría fue la de poder afirmar: «muero como hija de la Iglesia».
Poemas de Santa Teresa
Nada te turbe
Nada te turbe, nada te espante todo se pasa,
Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza,
quien a Dios tiene nada le falta sólo Dios basta.
Vivo sin vivir en mí
Vivo ya fuera de mí después que muero de amor, porque vivo en el Señor que me quiso para sí. Cuando el corazón le di, puso en él este letrero: que muero porque no muero. Esta divina prisión del amor en que yo vivo, ha hecho a Dios mi cautivo, y libre mi corazón; y causa en mí tal pasión ver a Dios mi prisionero, que muero porque no muero. ¡Ay! ¡Qué larga es esta vida! ¡Qué duros estos destierros, esta cárcel, estos hierros en que el alma está metida! Sólo esperar la salida me causa un dolor tan fiero, que muero porque no muero. ¡Ay! ¡Qué vida tan amarga do no se goza el Señor! Porque si es dulce el amor, no es la esperanza larga; quíteme Dios esta carga, más pesada que el acero, que muero porque no muero. Solo con la confianza vivo de que he de morir, porque muriendo el vivir me asegura mí esperanza; muerte do el vivir se alcanza, no te tardes, que te espero, que muero porque no muero. Estando ausente de ti, ¿qué vida puedo tener, sino muerte padecer la mayor que nunca vi? Lástima tengo de mí, por ser mi mal tan entero, que muero porque no muero. Mira que el amor es fuerte: Vida no me seas molesta; mira que sólo te resta, para ganarte, perderte; venga ya la dulce muerte, venga el morir muy ligero, que muero porque no muero. Aquella vida de arriba es la vida verdadera, hasta que esta vida muera, no se goza estando viva: muerte, no me seas esquiva; viva muriendo primero, que muero porque no muero. Vida ¿qué puedo yo darle a mi Dios, que vive en mí si no es perderte a ti, para mejor a Él gozarle? Quiero muriendo alcanzarle, pues a Él sólo es el que quiero, que muero porque no muero.
Sobre aquellas palabras
Ya toda me entregué y di y de tal suerte he trocado, que es mi amado para mí, y yo soy para mi amado. Cuando el dulce cazador me tiró y dejó rendida, en los brazos del amor mi alma quedó caída. Y cobrando nueva vida de tal manera he trocado que es mi amado para mí, y yo soy para mi amado. Hirióme con una flecha enherbolada de amor, y mi alma quedo hecha una con su Criador, ya no quiero otro amor pues a mi Dios me he entregado, y mi amado es para mí, y yo soy para mi amado.
Oración a Santa Teresa de Jesús – de San Alfonso de Ligorio
Oh, Santa Teresa, Virgen seráfica, querida esposa de Tu Señor Crucificado, tú, quien en la tierra ardió con un amor tan intenso
hacia tu Dios y mi Dios, y ahora iluminas como una llama resplandeciente en el paraíso, obtén para mí también, te lo ruego, un destello de ese mismo fuego ardiente
y santo que me ayude a olvidar el mundo, las cosas creadas,
aún yo mismo, porque tu ardiente deseo era verle adorado
por todos los hombres.
Concédeme que todos mis pensamientos, deseos y afectos
sean dirigidos siempre a hacer la voluntad de Dios,
la Bondad suprema, aun estando en gozo o en dolor,
porque Él es digno de ser amado y obedecido por siempre.
Obtén para mí esta gracia, tú que eres tan poderosa con Dios,
que yo me llene de fuego, como tú, con el santo amor de Dios.
Amén.